El abordaje del dolor crónico en fisioterapia ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Mientras que durante años se entendió como un problema estrictamente biomecánico, hoy sabemos que su persistencia está profundamente relacionada con mecanismos de neuroplasticidad maladaptativa, sensibilización central y factores psicológicos que amplifican la experiencia dolorosa. Esta evolución conceptual ha generado un nuevo rol para el fisioterapeuta, más cercano a un guía del cambio conductual y un modulador del sistema nervioso que a un mero técnico del movimiento.
Esta comprensión moderna del dolor exige estrategias que trasciendan el tratamiento pasivo o estructural. En lugar de enfocarnos únicamente en tejidos lesionados, debemos considerar cómo el sistema nervioso central interpreta, amplifica o reduce las señales dolorosas. El contexto emocional, las creencias del paciente, su comportamiento frente al dolor y su entorno social se convierten en variables fundamentales a integrar en cualquier programa terapéutico efectivo.
Durante mucho tiempo, se asumió que el dolor era un reflejo proporcional al daño en los tejidos. Sin embargo, estudios con técnicas de imagen han demostrado que muchas personas sin dolor presentan cambios estructurales como hernias discales, deshidratación del disco o artrosis facetaria. Esto ha evidenciado que el tejido lesionado no siempre es el responsable del dolor, y que, en muchas ocasiones, son las alteraciones en el procesamiento central las que perpetúan el problema.
El modelo biopsicosocial del dolor responde a esta complejidad. Considera no solo los factores físicos, sino también el papel que juegan las emociones, la conducta, la percepción del dolor y el contexto del paciente. Esta visión global permite identificar más eficazmente las causas de la cronificación y diseñar intervenciones personalizadas, mucho más eficaces que las estrategias centradas solo en el cuerpo.
Uno de los hallazgos más relevantes de la última década es que el dolor persistente modifica la estructura y función cerebral. Áreas como la ínsula, el córtex cingulado anterior, la amígdala y el córtex prefrontal muestran patrones alterados en pacientes con dolor crónico, lo que afecta no solo a la percepción sensorial, sino también a la regulación emocional, la atención y la toma de decisiones.
Estos cambios explican por qué el dolor puede mantenerse en el tiempo incluso en ausencia de estímulos nociceptivos. El sistema nervioso entra en un estado de hipervigilancia, interpretando de forma exagerada o errónea señales que antes eran inocuas. En estos casos, el objetivo terapéutico no puede limitarse a mejorar la movilidad o fortalecer músculos, sino que debe apuntar a reeducar el sistema nervioso y restablecer la seguridad del paciente en el movimiento.
En este contexto, la educación en neurociencia del dolor (Pain Neuroscience Education, PNE) ha demostrado ser una intervención poderosa. Consiste en explicar al paciente cómo el dolor es una construcción del cerebro, influenciada por la percepción de amenaza, el miedo, el estrés y experiencias previas.
Cuando el paciente comprende que su dolor no es siempre un signo de daño, sino una respuesta del sistema de protección que puede estar sobreactivado, se reduce la catastrofización, mejora la confianza en el cuerpo y aumenta la participación en el tratamiento activo. Además, esta educación prepara al paciente para comprender la utilidad del ejercicio, aceptar el malestar inicial de la exposición progresiva y recuperar el control sobre su condición.
Un enfoque que combine educación, movimiento significativo y exposición gradual ha demostrado ser más efectivo que cualquier tratamiento pasivo, tanto a corto como a largo plazo.
Las emociones y creencias tienen un papel decisivo en la cronificación del dolor. Pacientes con altos niveles de catastrofismo, ansiedad o kinesiofobia tienden a desarrollar conductas de evitación, lo que conduce a inactividad, aislamiento, pérdida de función y mayor percepción del dolor.
Como fisioterapeutas, no es necesario convertirnos en terapeutas psicológicos, pero sí debemos tener competencias para identificar estos factores y abordarlos clínicamente. Por ejemplo, a través de la exposición graduada al movimiento, la reformulación de creencias limitantes y el uso de una comunicación empática que valide la experiencia del paciente sin alimentar el miedo o el alarmismo.
Intervenciones sencillas, como establecer metas funcionales alcanzables, reforzar los logros y emplear metáforas comprensibles sobre el dolor, pueden marcar la diferencia en la evolución clínica de estos pacientes.
El ejercicio terapéutico es uno de los pilares fundamentales del tratamiento, pero en el contexto del dolor persistente no basta con aplicar un protocolo genérico. El ejercicio debe ser:
Cuando el movimiento se presenta como una forma de recuperar autonomía y no como una prueba de “rendimiento”, el paciente lo asume con menor ansiedad y mayor adherencia. Además, el ejercicio tiene efectos positivos sobre el sistema nervioso central: mejora el estado de ánimo, regula el sueño, reduce la inflamación sistémica y favorece la reorganización cortical.
Por tanto, no se trata solo de fortalecer, sino de reconectar el cuerpo con la experiencia segura del movimiento, paso a paso, con acompañamiento terapéutico.
En el tratamiento del dolor crónico, el fisioterapeuta ya no es únicamente un proveedor de técnicas, sino un facilitador del cambio neuroconductual. Su intervención va dirigida a:
Esto requiere nuevas habilidades: desde el manejo de la comunicación clínica, hasta el conocimiento profundo de los mecanismos neurofisiológicos del dolor y la capacidad de diseñar planes individualizados que acompañen el proceso de cambio.
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